Creo que a quien, como ElPez, es una persona pública, se le tiene que hacer difícil defender himno, patria o nación que no sea la de aquellos que ostentan la mayor violencia en contra de la nación que no consideran suya propia. A ver quién es el majo que aquí osa defender al enemigo y causante de todos los males que afligen al sufrido, oprimido, paciente y pacífico Euskalherria.
Claro que la legalidad que nos permite cierto margen de libertad es la otra y no la de los energúmenos, pero como éstos están bien organizados y demuestran un incómodo ímpetu que, auqnue falto de razón, se escuda en la retórica de múltiples y falsas soflamas de ansia de libertad y otras cosillas taaaan hermosas, a ver quién se apunta a afearles la conducta con la sola verdad.
Creo que, de tener que elegir, sería más decente un vergonzoso silencio. Pues si quienes están un poco en la vanguardia del frente de opinión pública no demuestran un mínimo de gallardía, ¿quién lo hará?. O quizás sea al reves: ante la farse general que inunda en E$spaña todo el discurso que dice defender las esencias de la democracia y la libertad, no es de extrañar que se aupen a lo más alto elementos mediocres, incapaces de poner eld edo en la llaga. Y todo esto me ha recordado un párrafo que leí hace poco:
"Bueno fuera que estuviésemos forzados a aceptar como auténtico ser de una
persona lo que ella pretendía mostrarnos como tal. Si alguien se obstina en afirmar que cree dos más dos igual a cinco y no hay motives para suponerlo demente, debemos asegurar que no lo cree, por mucho que grite y aunque se deje matar por sostenerlo.
Un ventarrón de farsa general y omnímoda sopla sobre el terruño europeo. Casitodas las posiciones que se toman y ostentan son internamente falsas. Los únicos esfuerzos que se hacen van dirigidos a huir del propio destino, a cegarse ante su evidencia y su llamada profunda, a evitar cada cual el careo con ese que tiene que ser. Se vive humorísticamente, y tanto más cuanto más tragicota sea la máscara adoptada. Hay humorismo dondequiera que se vive de actitudes revocables en que la persona no se hinca entera y sin reservas. El hombre-masa no afirma el pie sobre la firmeza inconmovible de su sino; antes bien, vegeta suspendido ficticiamente en el espacio. De aquí que nunca como ahora estas vidas sin peso y sin raíz -déracinées de su destino- se dejen arrastrar por la más ligera corriente. Es la época de las «corrientes» y del «dejarse arrastrar». Casi nadie presenta resistencia a los superficiales torbellinos que se forman en arte o en ideas, o en política, o en los usos sociales. Por lo mismo, más que nunca, triunfa la retórica. El superrealista cree haber superado toda la historia literaria cuando ha escrito (aquí una palabra que no es necesario escribir) donde otros escribieron «jazmines, cisnes y faunesas». Pero claro es que con ello no ha hecho sino extraer otra retórica que hasta ahora yacía en las letrinas.
Aclara la situación actual advertir, no obstante la singularidad de su fisonomía, la porción que de común tiene con otras del pasado. Así acaece que apenas llega a su máxima altitud la civilización mediterránea -hacia el siglo III antes de Cristo-, hace su aparición el cínico. Diógenes patea con sus sandalias hartas de barro las alfombras de Aristipo. El cínico se hizo un personaje pululante, que se hallaba tras cada esquina y en todas las alturas. Ahora bien: el cínico no hacía otra cosa que sabotear la civilización aquella. Era el nihilista del helenismo. Jamás creó ni hizo nada. Su papel era deshacer; mejor dicho, intentar deshacer, porque tampoco consiguió su propósito. El cínico, parásito de la civilización, vive de negarla, por lo mismo que está convencido de que no faltará. ¿Qué haría el cínico en un pueblo salvaje donde todos, naturalmente y en serio, hacen lo que él, en farsa, considera como su papel personal? ¿Qué es un fascista si no habla mal de la libertad, y un superrealista si no perjura del arte?
No podía comportarse de otra manera este tipo de hombre nacido en un mundo demasiado bien organizado, del cual sólo percibe las ventajas y no los peligros. El contorno lo mima, porque es «civilización» -esto es, una casa-, y el «hijo de familia» no siente nada que le haga salir de su temple caprichoso, que incite a escuchar instancias externas superiores a él, y mucho menos que le obligue a tomar contacto con el fondo inexorable de su propio destino." de La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset.
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